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Atardecer eterno

Amour, Michael Haneke, 2012

Texto: Jose Martín

Siempre hay un instante anterior al final en el que todo carece de sentido. Una suerte de vacío cuántico que termina por absorberse a sí mismo ante la rotundidad de todo giro irreversible. Frente a este hecho, y como antídoto para el sinsentido que lastra la lógica de nuestra existencia, solo podemos aliarnos de muy diferentes formas. Competimos, nos respetamos, nos odiamos y nos relacionamos en general como parte del intento por dotar de sentido y orientación a un camino vital que de sobra sabemos condenado. Amour (2012), la última película del realizador austríaco Michael Haneke propone una receta para dotar de sentido todas las cosas y hacerlas dignas tanto de existir como de dejar de hacerlo: el amor innegociable.

Amour, Palma de Oro en el último Festival de Cannes 2012, (la segunda en los últimos años para su director tras la conseguida por The White Ribbon, La cinta banca en 2009), es la treceava película de Michael Haneke. Un director que, desde que debutara en la dirección en 1989 con Der siebente Kontinent, El séptimo continente ha venido labrándose la reputación de referente cinematográfico europeo gracias a obras imprescindibles como Benny’s Video, El video de Benny (1992), Funny Games (1997), La pianiste (2001) o Caché (2005). Su filmografía se caracteriza por sus particulares concepciones del tiempo narrativo y su utilización dramática del fuera de campo entre otras cuestiones a nivel compositivo. Películas como Code inconnu, Código Desconocido (2000) o Le temps du loup, El tiempo del Lobo (2003) nos hablan del subconsciente de una sociedad actual educada por unos medios de comunicación más dispuestos a explotar comercialmente el lado más irracional del ser humano que a fomentar cualquier valor pedagógico o cultural. Por eso, cuando muchos oímos que Haneke ultimaba la producción de una película sobre la vejez y el final de la vida titulada Amour no pudimos más que elucubrar constantemente sobre el punto de vista del asunto que iba a tomar un director capaz de gestionar la tensión en sus películas de manera tan devastadora como coherente.

Finalmente, Amour es mucho más de lo que esperábamos. Se trata probablemente de una de las mejores cintas que el austriaco haya rodado jamás. Lejos de la dureza, frialdad y el nihilismo aparente de la puesta en escena de sus muy interesantes primeras películas, Amour es una obra claustrofóbicamente cálida. Un canto a la vida y a la muerte, convertido este segundo concepto en el último y legítimo sentido del primero. Y todo, a través de la narración del ocaso de las vidas y la relación sentimental entre Georges (Jean-Louis Trintignant) y Anne (Emmanuelle Riva), un matrimonio anciano que, tras una vida dedicada a la música  interpretan juntos esa partitura final del espectáculo de los vivos que, a través del deterioro mental y físico nos recuerda la imposibilidad de lo eterno e improbabilidad de patre de lo comunmente considerado  importante.

Haneke en una fotografía del rodaje de Amour

Haneke en una fotografía del rodaje de Amour

Cuando Georges (un Jean-Louis Trintignant inmenso en la representación de la dignidad y la entereza de un hombre que por anciano jamás dejará de serlo), descubre que Anne tiene serios problemas, da comienzo la que será su experiencia definitiva juntos. Las cuatro paredes del majestuoso piso en el que habita la pareja sirven entonces de escenario para el último acto de una relación de amor entre ambos capaz no solo de dotar de sentido a su vidas sino también, y de forma significativa, a sus muertes. Haneke no especula con el guion de una película que antes de arrancar se muestra abocada a un final  inevitable. Más bien, reflexiona a través de él acerca  de un concepto, el de amor, tan lleno de luces y sombras como el conjunto de la vida en su totalidad. Lejos de caer en el sensacionalismo y la detestable cursilería empapa caras de la que películas como la reciente Lo imposible (J. A. Bayona, 2012) hacen uso, Haneke presenta el amor como el último bastión humano contra la ilógica fatal de nuestro paso por la vida. Y lo hace, apoyándose en las interpretaciones sublimes que llevan a cabo sus protagonistas.  El rostro de Anne (Emmanuelle Riva) en su patéticamente digno caminar hacia el final ofrece una amalgama de matices sobre los que se sostiene el mensaje de un filme capaz de tratar el tema de la vejez con la dignidad y valentía que esto implica. A estas interpretaciones se une la aportación de una Isabelle Huppert en el papel de Eva (la hija del matrimonio), tan convincente como siempre que trabaja con este director.

Resulta admirable en Amour, la utilización de la puesta en escena en su más amplio sentido. El tempo en las secuencias dota al conjunto de la obra de un sentido que arrastra y habla directamente al espectador sobre la vida, la muerte y las cosas realmente importantes entre medio. La composición de los encuadres nos hablan tanto o más de los personajes que ellos mismos y la noción de obra maestra domina la que hoy por hoy es la película que más recuerda a Bergman de los últimos tiempos. Se trata de una de esas cintas llena de cosas que desde la aparente sencillez es capaz de instalarse en el subconsciente del espectador para removerlo y desordenar concepciones oxidadas sobre el sentido del afecto, la soledad y la lealtad con un mismo y los seres queridos.

La crónica de un atardecer eterno donde la posibilidad de un nuevo amanecer sería tan antinatural y detestable como lo es asociar el amor a los ramos de rosas, las pegajosas baladas románticas o los empalagosos días de San Valentín en los centros comerciales. Lo mejor de lo visto en lo que va de año.

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